La siguiente noche llegamos al Segal una comunidad yanomami en la que el maestro, Julian, nos acogió en la escuela para que pernoctáramos. Hablamos bastante con él y entre sus informaciones, las de Henry y las de Francisco íbamos perfilando la ruta a seguir. Francisco se las ingenió para intercambiar algunas provisiones nuestras con un asado de un roedor gigante, de tamaño cinco veces del de una rata, llamado Lapa, que comimos en la casa del Capitán, que tenía dos mujeres, que estuvieron todo el ratos tumbadas en sus chinchorros rodeando el fuego. Había tres o cuatro niños. Uno de ellos ceca de un año gateaba rápido y se movía yendo de un chinchorro a otro, cuando llegaba la mujer lo recogía y jugaba con él y el niño mamaba, después de un rato se iba al otro chinchorro y de nuevo era bien acogido por la otra mujer y también acababa mamando. La única luz era la del fuego, y en ese ambiente no podíamos distinguir si mamaba o solo chupaba los pezones. El asado estaba muy bueno.
Francisco iba contando historias de la zona. Habló de un personaje Bracho, residente en Mélida y médico. Parece que pilota una avioneta y consigue, filmar cosas, según Francisco hasta actos sexuales entre yanomamis, y peleas entre ellos que incluso el personaje propiciaba sembrando cizaña. Historias de caimanes, de los barbos, las comidas que hacen los yanomanis de gusanos (de sabor amargo), arañas, culebras…
A la mañana visitamos la aldea. Coexistían shaponos aislados con casas de doble vertiente. En los Shaponos lo habitual era ver a los yanomamis en sus chinchorros o cerca de ellos. Los hombres perfilando puntas de lanza, haciendo flautas… Todos los hombres tenían el labio inferior abultado porque entre su parte interna y la arcada dental tienen un cilindro de hoja de tabaco. A veces en un gesto de hospitalidad te pueden pasar su cilindro. A nosotros nunca nos lo ofrecieron. Mejor, pues nos daba mucho reparo y temíamos que vivieran como un desprecio nuestra negativa a aceptarlo. Las mujeres y las niñas tenían labios, nariz y orejas perforadas y atravesadas por palitos. Toda la mañana llovió y los mosquitos nos acribillaron.
No fue posible conectar con ningún shaman. Más adelante supimos que ya tenían costumbre de relacionarse con napes y que no aparecían si no estaba claro que se les iba a pagar algo. Pisamos una flauta que no vimos en el suelo y su dueño nos lo señaló con enfado. Tuvimos que pagarla, nos pedía 10 bolívares, le dimos 20 para que se quedara tranquilo.
Partimos hacia la Esmeralda con la idea de llegar hasta El Platanal una comunidad genuina que conocía Francisco pero Henry no.
El siguiente poblado yanomami que visitamos era Ocamo y en el residía Helena Valero a la que queríamos visitar pues conocíamos su historia. Ya era una anciana ciega y pobre.
Raptada por los Yanomami, cuando tenía trece años, recorrió con ellos miles de kilómetros a pie, cruzó las más altas cumbres del Amazonas y fue entregada a varios hombres, de los que tuvo dos hijos. A pesar de todo, siempre la llamaban napeyoma, “la que no es yanomami”. Veinticuatro años después, logra escapar con sus hijos y busca a su familia original. La encontró. Pero ellos no vieron a su Elena, sino a la madre de un yanomami, a la mujer de un yanomami. No la podían aceptar, pertenecía al bosque. Aquí también era ya una Napë. Volvió a la selva, “porque no hay sitio para mí en la ciudad. Me quedo contenta al lado de los indios, quiero enseñarles como pueden ser felices acá mismo y que en nuestra civilización no podrían estar mejor”.
Los raptos de mujeres eran una de las causas de guerras entre comunidades yanomami. Pudimos recoger información directa que informaba de la práctica de un infanticidio, de preferencia femenino, entre los yanomami, cuyo significado en aquel momento no comprendíamos, pero que podía provocar un desbalance en la proporción de individuos de ambos géneros.
En el camino hacia la Esmeralda paramos en una comunidad que conocía Henry, donde pensaba que podríamos participar de una fiesta.
La fiesta es un momento destacado de la vida de los Yanomami. Cuando todo está listo se envían a mensajeros (teshomomi) para avisar a los invitados. Uno o dos delegados de los huéspedes penetran en la vivienda y se hacen una serie de ritos. Se realiza el praiai o danza de presentación. En el haôhaômou se reafirma ceremoniosamente la amistad o se pone a prueba la valentía de los jóvenes. Consiste en sentarse frente a frente, pecho contra pecho y con las piernas entrelazadas. El wayamou empieza cuando cae la noche y finaliza al amanecer. Se lleva a cabo en cada visita. Es una especie de rito oratorio que opone turno a turno a cada visitante y uno de los anfitriones. Forma parte del sistema general de intercambios y reciprocidad. La música yanomami se basa en escalas pentatónicas y tritónicas.
Sin embargo al llegar les encontramos cabreados porque hacía un mes una comunidad vecina les había raptado una mujer y pensaban hacer la guerra. La guerra forma parte de sus vidas. La guerra trae consigo la obligación de vengarse. Un guerrero que ha matado a otro se somete al rito unokai. Está prohibido matar un águila porque para muchos guerreros en ella vive su doble animal, su otro yo. La víspera del ataque, en la misma vivienda o en la selva, acribillan a flechazos a un muñeco (no owë). Los guerreros deben estar atentos a los malos presagios. No estaba claro si finalmente guerrearían o llegarían a una negociación, pero el ambiente prebélico era evidente se les veían entrenar su puntería disparando sus arcos y había una excitación en el ambiente.
No hubo la fiesta que esperábamos e intervine médicamente. Un lactante con fiebre de 38,5º y diarreas en un grado leve de deshidratación, otros dos lactantes con sarna, y mucha gente con problemas en extremidades inferiores con linfedemas, varices, nódulos varicosas, nódulos indurados que me recordaban a las oncocercosis, problemas de la piel, paludismo, y problemas pulmonares, un sujeto me pareció que podría tener tuberculosis.
Vimos una reunión donde se repartían plumas para las flechas. Eran plumas de tamaños distintos, de aves de colores. Nos explicaron que las colocan en las flechas para dotarlas de una capacidad aerodinámica que las hace girar helicoidalmente a medida que avanzan, para que mantengan el rumbo sin desviarse. Las puntas de flecha son variadas. Para cazar aves utilizan una flecha ramificada en cinco puntas de modo que más que atravesar el ave le dan un mazazo que es mortal pero no la destroza internamente. No nos contaron nada sobre técnicas de flechas preparadas para la guerra.
La consideración de napë también la recibimos nosotros, no era peyorativa, comprendimos que para los yanomami el mundo era la selva, el borde del mundo era el borde de su selva, y nosotros que proveníamos de fuera no éramos del mundo. Géza Róheim, antropólogo y psicoanalista húngaro, en sus estudios de campo aplicó los principios freudianos al estudio de los mitos y el nivel de desarrollo de la cultura. Planteaba la pregunta de si etnias que no tenían una cultura que reprodujera el complejo de Edipo podían considerarse humanas o aún eran prehumanas.
Somos miembros de una cultura que se percibe la más evolucionada y que con un sesgo etnocentrista clasifica a otras como primitivas o no humanas, pero los yanomamis nos hacían sentir lo mismo, aunque no parecían sentirse superiores a nosotros, ni mostraban signos de querer incorporar nuestros avances tecnológicos. Hay una tribu de Indonesia que no utiliza las herramientas mecánicas en la recolección de las cosechas, porque dicen que el arroz hay que recógelo grano a grano ya que no hay que herir su alma.
¿Los yanomami nos consideraban humanos o éramos para ellos una especie de extraterrestres?
Lo más habitual era que al llegar a una comunidad nos recibiera el grupo, nos exploraran,.. No salía a recibirnos ninguna figura de autoridad, aunque a lo largo de horas de convivencia fuésemos conociéndolos. En general nos permitían colocar nuestros chinchorros en el perímetro externo a su shapono. Entre ellos y la selva. Intercambiábamos cosas, les dábamos regalos, anzuelos o telas, a veces parte de nuestras provisiones. Ellos podían invitarnos a alguna de sus comidas pero no era muy habitual. En cada comunidad podíamos estar dos o tres días en los que estábamos con la gente, salíamos a cazar con ellos, nos bañábamos en los ríos a la hora que lo hacían y junto a ellos para evitar las pirañas y cocodrilos. Pero no evitábamos las nubes de mosquitos, que también les picaban a ellos pero sin que sus cuerpos respondieran con reacciones serológicas. Participábamos en alguno de sus rituales. Y seguíamos el camino hacia otra comunidad, a veces los miembros de una nos llevaban a visitar a otra. Así llegamos hasta lugares recónditos donde era manifiesta la falta de familiaridad con los napes, y teníamos la sensación de haber regredido al paleolítico. Visitamos comunidades con poblaciones diversas. La mayor podría tener 80 individuos. La menor 10. Tengo que hacer mención especial a mi atención médica. Habitualmente en sus acercamientos buscaban nuestra atención para problemas que tenían, esperando que pudiésemos dar alguna respuesta. También aspectos sanitarios. La primera vez se acercó un hombre con una herida en una pantorrilla. Había sido mordido por un animal y estaba infectada. Llevábamos un botiquín bien dotado para estar tranquilos de atender incidencias que nos pasaran. También instrumental quirúrgico. Desbridé la herida, la limpié, y tape con antisépticos y cicatrizantes. Llevó un buen rato y el hombre aguantó estoicamente dejándome actuar sin quejarse no moverse. A partir de esta primera vez fue más frecuente tener pequeñas consultas. Esto nos daba un refuerzo para ser aceptados y era gratificante contribuir en algo a su bienestar ya que la relación que se crea así es mucho más cercana. Un intercambio en otro nivel más profundo que el de los regalos. Algunas consultas, como relataré más adelante fueron agridulces.