Estamos próximos al año de La DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos) que impactó la Comunidad Valenciana el 29 de octubre de 2024 que resultó en una de las mayores tragedias naturales en la historia reciente de España. Según las últimas cifras oficiales proporcionadas por el Centro de Integración de Datos (CID) y el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana (TSJCV), el número de fallecidos ascendió a 232 personas, el 65% varones, casi la mitad mayores de 70 años, 7 menores de 7 años, el 70% españoles y un 30% de inmigrantes rumanos y marroquíes. Unos costos económicos cercanos a 50000 euros.
Fue un episodio de lluvias torrenciales extremas causado por un estancamiento de una bolsa de aire frío en altura sobre el Mediterráneo, que interactuó con aire cálido y húmedo de la superficie marina. Precipitaciones récord, en algún momento de 700 litros, con inundaciones repentinas en numerosos municipios, desbordamiento de ríos y ramblas (Barranco de la Viuda, Río Serpis), que convertían cauces en tsunamis que arrasaban todo a su paso. La DANA puso de manifiesto la falta de previsión y coordinación de las instituciones, está judicializado la responsabilidad de las instituciones responsables en las muertes. El evento estuvo rodeado de bulos, fakes news, y una lucha política que continúa sin que haya servido para hacer una reflexión de fondo y encaminar el sufrimiento hacia una acción transformadora. Todavía hoy, a los 10 meses de la DANA, hay personas dependientes que no pueden pisar la calle pues no tienen arreglados sus ascensores.
Este texto trata de reflexionar sobre las que inundaciones han acompañado a la humanidad desde sus orígenes, dejando tras de sí no sólo devastación, sino también narraciones simbólicas que intentan dar sentido a la fuerza del agua como principio creador y destructor. Frente al fuego que seca y devora, el agua aparece como exceso, desbordamiento y retorno al caos primordial.
El agua como símbolo universal.
El agua, en tanto principio vital, ha ocupado un lugar central en la imaginación humana desde las primeras culturas. La fuente de la vida no es únicamente un manantial físico, sino un símbolo que expresa el origen, la regeneración y la conexión entre lo humano y lo divino. En términos junguianos, se trata de un arquetipo del inconsciente colectivo, presente en mitologías tan diversas como las mesopotámicas, las griegas, las amerindias o las hindúes. Jung escribió en “Aion” que los arquetipos son “formas a priori que condicionan la percepción de la experiencia” y, en este caso, la fuente de agua representa la experiencia fundante de la vida misma. En las tradiciones amerindias, el agua que brota del interior de la tierra era entendida como el aliento de la Madre Tierra. En la Edad Media europea, el Grial es identificado a menudo con una fuente milagrosa que otorga vida y curación.
Desde la perspectiva de la psicología profunda, la fuente de la vida corresponde al símbolo del inconsciente como matriz fértil y regeneradora. Jung vincula el agua al principio femenino (anima), a la capacidad de renovación y a los procesos de individuación. Sumergirse en el agua de una fuente sagrada es, simbólicamente, regresar al útero materno para renacer psíquicamente. Además, la fuente articula la tensión entre el consciente y el inconsciente: beber de ella implica confrontar lo desconocido, con el riesgo de la inflación psíquica o la transformación creativa.
Mitos de inundación: análisis comparativo.
El mito de Deucalión y Pirra relata cómo Zeus envió un diluvio para destruir a la humanidad corrupta, salvando únicamente a esta pareja que, arrojando piedras tras de sí, creó una nueva humanidad. Como señala Mircea Eliade (1999), “el agua siempre significa regeneración, porque implica una disolución previa” (p. 199).
La tradición mesopotámica del diluvio de Gilgamesh y la bíblica de Noé tienden a resaltar el castigo divino por la corrupción humana. En Mesopotamia, el poema de Gilgamesh conserva uno de los primeros relatos de diluvio. El sabio Utnapishtim es advertido por el dios Ea para construir un arca que lo salve a él y a sus animales. El agua se vuelve así instrumento de purificación divina frente al desorden humano. La tradición bíblica retomará este mito en la figura de Noé, integrándolo en la cosmovisión judeocristiana donde Yahvé castiga al hombre, pero también promete una alianza renovada tras la catástrofe: “Pongo mi arco en las nubes como señal de mi pacto con la tierra” (Génesis 9:13).
En el mito polinesio, los dioses provocan grandes inundaciones no para aniquilar a los hombres, sino para renovar las islas y fertilizar los suelos, garantizando así la continuidad de la vida. De manera semejante, ciertos mitos aborígenes australianos interpretan las crecidas de los ríos no como venganza, sino como retorno de la Serpiente Arcoíris, portadora de equilibrio cósmico y fecundidad.
En la India, encontramos a Manú, salvado del diluvio por el dios Vishnú en forma de pez (Matsya). De este modo, el ciclo de destrucción y creación queda inscrito en la reencarnación cósmica: el agua arrasa, pero también prepara la aparición de un nuevo orden. Aquí, la inundación aparece no como castigo, si no como acto pedagógico de los dioses, que no exterminan, sino que acompañan.
En Mesoamérica, los mexicas y los pueblos nahuas narran que el mundo había pasado por varias eras o “soles”, uno de los cuales terminó precisamente en una gran inundación que transformó a los hombres en peces. El agua es aquí fuerza cósmica que reinicia la historia, devolviendo al caos de donde todo surgió. Como observa Lévi-Strauss (1968), “los mitos no buscan explicar, sino reconciliar al hombre con las contradicciones de su existencia” (p. 47), y en este caso con la violencia del agua como fuerza natural.
Los mapuche conservan una narración sobre un gran diluvio provocado por el desequilibrio cósmico. Se cuenta que dos serpientes cósmicas, Kai-Kai Filu (la serpiente del agua) y Tren-Tren Filu (la serpiente de la tierra), entran en combate. Kai-Kai, enojada con los humanos por su falta de respeto a la naturaleza, hace crecer las aguas y provoca una inundación que cubre todo. Tren-Tren, para protegerlos, eleva los cerros y montañas, donde algunos seres humanos logran refugiarse. Los que no respetaron los equilibrios cósmicos perecieron ahogados. De ese enfrentamiento surge una nueva humanidad, que debe aprender a vivir en armonía con la naturaleza. Este mito, recogido por investigadores como Claude Joseph (1930) y Ana Mariella Bacigalupo (2001), muestra que el agua no es castigo divino arbitrario, sino una fuerza correctiva ante la hybris humana.
En la tradición tehuelche (aónikenk). El mito patagónico del pez sagrado y el diluvio. En tiempos antiguos, una pareja de enamorados desobedeció una prohibición: cazaron y mataron un pez sagrado (en algunas versiones una trucha, en otras un salmón o un pez mítico guardián de las aguas). Este acto rompió el equilibrio entre los hombres y los espíritus del agua. Entonces las aguas comenzaron a crecer de manera incontenible, provocando un gran diluvio que aniquiló a todos los seres humanos y animales. Únicamente los dos jóvenes sobrevivieron, ya sea porque fueron protegidos en una canoa, en un árbol que flotó o en la cima de una montaña que emergió de las aguas. Tras el desastre, ellos fueron los encargados de poblar nuevamente la tierra, convirtiéndose en ancestros de la humanidad actual. Este mito muestra que el diluvio no es simple castigo, sino reacción cósmica a la ruptura de un tabú: tocar lo sagrado sin conciencia de su valor. A diferencia de las versiones mesopotámicas o bíblicas, aquí la humanidad no es castigada por corrupción moral universal, sino por una transgresión concreta, simbólica, ligada al alimento y al respeto a los seres tutelares. El pez sacrificado representa la vida primordial, fuente de alimento y de fertilidad acuática; al matarlo, los humanos provocan la ruptura del pacto con la naturaleza. Los transgresores -amantes- son los que sobreviven y restituyen la humanidad. S. N. Kramer señala en relación con los mitos de origen que: “La transgresión de un límite sagrado suele ser el detonante del retorno de las fuerzas del caos” (1981, p. 145).
En la tradición griega, Poseidón es el dios que, con su tridente, sacude mares y hace temblar la tierra. Su poder de inundar ciudades es expresión de una divinidad ambivalente: benefactor de los navegantes, pero también vengador implacable cuando los hombres olvidan los límites.
El mito yanomami: sacrificios para contener el agua. Entre los yanomami de la Amazonía, el agua se concibe como un poder vivo, capaz de desbordarse y arrasar comunidades enteras si los hombres no mantienen un equilibrio ritual con los xapiripë (espíritus). En ciertos relatos recopilados por Kopenawa y Albert (2010), las grandes riadas son consecuencia de la ira de los seres celestes que sostienen el cielo: si los humanos rompen las reglas de respeto hacia la selva, los pilares que sostienen el firmamento se debilitan y las aguas superiores se precipitan.
Para contener este desborde, los chamanes yanomami realizan sacrificios simbólicos, ofreciendo humo de tabaco, canto y hasta la sangre de animales cazados. Estos sacrificios no son vistos como un tributo arbitrario, sino como una transacción sagrada que mantiene la vida en equilibrio. La inundación no es un accidente natural, sino el reflejo de un desorden humano y cósmico. Así, mientras la modernidad busca diques de hormigón y sistemas de drenaje, los pueblos amazónicos levantan puentes invisibles de reciprocidad con el agua y sus dioses.
Perspectivas psicológicas (Jung) y poéticas (Bachelard)
El agua como sombra colectiva.
En la lectura junguiana, este mito yanomami expresa un saber profundo: las inundaciones no son sólo físicas, son manifestaciones del inconsciente colectivo que se desborda cuando se rompe el equilibrio psíquico con la naturaleza. Como afirma Jung (1959/2002), “el agua es el símbolo más común del inconsciente. El mar es el símbolo del inconsciente colectivo” (p. 18). El sacrificio ritual de los yanomami es, en este sentido, un intento de integración de la sombra: reconocer que el agua guarda un poder inconmensurable que puede volverse destructivo si se lo niega.
El aumento de inundaciones a escala global coincide con un tiempo histórico marcado por la ansiedad climática, el desarraigo y el sentimiento de desborde. Lo exterior refleja lo interior: el agua que se eleva responde al malestar no integrado de la humanidad.
En las sociedades industrializadas, la ausencia de ritual y el dominio técnico generan un vacío simbólico. Cuando llegan las inundaciones, se proyectan miedos, paranoias y culpabilizaciones: conspiraciones, discursos apocalípticos, acusaciones políticas. La catástrofe saca a la superficie lo que la colectividad reprime: su pequeñez ante la naturaleza, su rabia por no poder controlarla, su miedo a ser devuelta al caos.
Para Jung, la inundación remite al inconsciente colectivo: “Cuando el yo olvida su relación con lo inconsciente, las aguas regresan y lo engullen en un acto de compensación” (Aion, p. 32).
La inundación como sincronicidad.
La noción junguiana de sincronicidad, es definida como la coincidencia significativa entre un acontecimiento exterior y un estado interior sin mediación causal directa (Jung, 1960/2010). Una inundación que ocurre en medio de una crisis política o personal no es únicamente un accidente meteorológico: se experimenta como un espejo del caos interno.
Cuando comunidades enteras son arrasadas por riadas, lo vivido no se percibe únicamente como fenómeno natural, sino como signo que conecta la naturaleza con el destino humano. Tal como escribe Jung, “la sincronicidad toma el lugar de la causalidad como principio de conexión acausal” (1960/2010, p. 33). El agua desbordada se convierte en símbolo que pone en relación el mundo físico y el psíquico, mostrando que el inconsciente colectivo y los elementos naturales no están separados, sino profundamente imbricados.
En este sentido, el mito yanomami de los sacrificios para contener las aguas puede ser leído como una anticipación simbólica de la sincronicidad: la correspondencia entre el desorden humano y el desborde natural, entre la falta de reciprocidad con la selva y la irrupción devastadora de las riadas.
Bachelard: el agua como ensoñación y abismo.
La reflexión puede enriquecerse con la mirada poética de Gaston Bachelard en El agua y los sueños (1942). Para él, el agua es la materia privilegiada de la ensoñación: “El agua es la mirada de la tierra, su instrumento de contemplación. Mirar el agua es mirarse en el alma de la tierra” (Bachelard, 1942, p. 16).
Las inundaciones, desde esta perspectiva, no únicamente arrasan territorios físicos, sino que despiertan en el hombre imágenes profundas: el regreso al útero materno, la inmersión en lo desconocido, la disolución de las formas. Si para Jung el agua es el inconsciente colectivo que se desborda, para Bachelard es el medio donde la imaginación se disuelve para renacer en nuevas formas poéticas. “El agua guarda la memoria de las culpas humanas, y devuelve en crecida lo que fue negado en respeto” (G. Bachelard 1942, p. 87).
En este sentido, la catástrofe hídrica puede ser vista como un imaginario de purificación, pero también como el abismo de la disolución: un recordatorio de que la identidad humana es siempre frágil, flotante y en riesgo de hundirse. Al unir la mirada de Jung y Bachelard, las inundaciones aparecen no solamente como hechos naturales, sino como acontecimientos de sentido, donde la psique colectiva y la imaginación poética se reconocen en el desborde de las aguas.
Hybris, modernidad y cambio climático.
La hybris moderna recuerda a la hybris griega: el exceso de orgullo que desafía a los dioses y recibe como respuesta la catástrofe. Como advertía Mircea Eliade (1957/1999), “lo sagrado nunca desaparece, solo se oculta: retorna bajo formas inesperadas”. Hoy, el agua retorna como inundación climática, mostrando a los humanos que no son dueños de la Tierra, sino huéspedes frágiles.
Esta dimensión relacional contrasta con la mentalidad moderna y tecnocrática, que ha roto el pacto con el agua. El incremento contemporáneo de las inundaciones, documentado como consecuencia del cambio climático (IPCC, 2022), puede leerse como el efecto de una gestión des-almada, donde los ríos han sido canalizados, las zonas húmedas urbanizadas y las cuencas devastadas. Al romper la alianza simbólica y práctica con el agua, la humanidad se expone a su furia y provoca su retorno en forma devastadora.
El mito como antídoto contra la hybris moderna.
El relato patagónico puede leerse hoy como una advertencia arquetípica frente al cambio climático y las inundaciones catastróficas contemporáneas. Así como los jóvenes rompieron el tabú del pez sagrado, la humanidad moderna rompe los límites del planeta —contaminando ríos, deforestando humedales, alterando el ciclo del agua—. El diluvio, entonces, no es tanto castigo divino sino efecto de una hybris humana, de una arrogancia que rompe pactos ancestrales con la naturaleza.
El mito yanomami señala la necesidad de sacrificar la hybris: los beneficios inmobiliarios, inmobiliarios, la invasión de los cauces naturales.
En el diálogo entre Jung y Bachelard descubrimos que la inundación es tanto sombra colectiva como ensoñación creadora. El desafío actual no es sólo contener las aguas, sino volver a escucharlas cómo lo hicieron los pueblos antiguos: como voz de la tierra y espejo del alma colectiva.
Los mitos no fueron «olvidados»: fueron suprimidos activamente porque cuestionaban la lógica extractivista ecocida del capitalismo. Destrucción de lugares sagrados: Manantiales, cascadas y lagos fueron represados, canalizados o urbanizados, rompiendo la geografía ritual que sostenía la memoria mitológica. Los rituales y creencias vinculados a divinidades del agua fueron catalogados como «paganos» o «diabólicos». Por ejemplo, los sacerdotes españoles prohibieron las ceremonias a Pachamama o Tláloc, reemplazándolas con santos católicos como San Juan Bautista (asociado al agua bendita.
La Ilustración y la Revolución Industrial consolidaron una visión utilitaria y mecanicista del agua. El agua dejó de ser un ser vivo (como la Serpiente Arcoíris) para convertirse en H₂O, una fórmula química sin agencia ni significado. Los ríos se convirtieron en «recursos hídricos», anulando el símbolo de la fuente de la vida, gestionados por ingenieros, no por chamanes o ancianos. Se perdió la noción de reciprocidad con la naturaleza, central en mitos como el yanomami o mapuche.
Recuperación contemporánea de narrativas mitológicas.
En la modernidad a tecnificación ha desplazado su sacralidad, pero el mito regresa en nuevas formas: desde la búsqueda de agua en Marte hasta la lucha por preservar acuíferos en tiempos de sequías y cambio climático. La crisis actual revela que la fuente de la vida no es infinita, y que su dimensión simbólica debe ser recuperada para replantear el vínculo humano con la naturaleza.
La recuperación de los mitos hoy no es un ejercicio nostálgico, sino un acto de resistencia epistemológica. Como escribe la académica mapuche Elisa Loncon:
«La memoria del agua está en nuestras ceremonias, en nuestra lengua. Recuperarla es sanar la tierra y sanarnos a nosotros mismos» (2021).
La crisis climática nos obliga a repensar nuestra relación con el agua. Los mitos ancestrales ofrecen un camino: ni regresión romántica ni “tecnocratismo” frío, sino una ecología de saberes donde la ciencia dialogue con la poesía, la ingeniería con el ritual, y la política con el mito.
Existen movimientos para un renacimiento deliberado de estas memorias:
Luchas eco-territoriales: Movimientos como el de Standing Rock (EE.UU.) o la defensa del Río Magdalena (Colombia) recuperan narrativas mitológicas para oponerse a megaproyectos.
Justicia epistémica: Luis Macas (Quechua, Ecuador): Su arte explora principios de reciprocidad (ayni) con la tierra, usando pigmentos ancestrales y rituales para criticar la mercantilización del agua. Vandana Shiva (India): Denuncia la «monocultura de la mente» del agronegocio y promueve semillas nativas y agroecología, rescatando conocimientos védicos sobre el agua como bien común.
Arte y literatura. Ailton Krenak (Brasil): En “Ideas para posponer el fin del mundo”, vincula la devastación del Río Doce con la pérdida de mitos indígenas sobre el agua como ente vivo, y Leila Guerriero (Argentina): En “Teoría de la gravedad”, explora la memoria del agua en paisajes pampeanos, usando crónicas que mezclan autobiografía y denuncia ecológica. Ambas reescriben los mitos del agua para el siglo XXI. Julio Llamazares en “El río del olvido” (1988) revitaliza leyendas leonesas sobre ríos que borran la memoria. Laura Mas en “La canción del agua” (2023) hace ficción de las luchas actuales por el acceso al agua en Almería, usando símbolos de diosas iberas.
Acciones en España:
Mar Menor (Murcia): Ciudadanos y científicos exigen personalidad jurídica para la laguna salada, aprobada en 2022 por el Senado español. Se usan narrativas que evocan su identidad como «ser vivo» y se recurre a simbolismos históricos (como la diosa Tanit de culturas mediterráneas) para demandar protección.
Río Ebro (Navarra y Aragón): Colectivos como Yesa No o Ebro Vivo se oponen a trasvases y megaproyectos hidroeléctricos, recuperando leyendas locales sobre náyades y espíritus fluviales.
Humedales de Doñana (Andalucía): Activistas vinculan su defensa con mitos tartesios que representaban el agua como fuente de vida, frente a las amenazas de agricultura intensiva y urbanización.
Resurgimiento de la cultura celta atlántica: En Galicia, colectivos como Aiga recuperan mitos sobre fuentes sagradas (fontes de vida) y rituales de ofrenda a los ríos.
Conclusiones. Hacia un nuevo pacto con el agua.
Desde Platón en el Timeo hasta el Renacimiento hermético de Marsilio Ficino, la idea del anima mundi concibió al cosmos como un organismo viviente dotado de alma. La naturaleza no era mera materia inerte, sino ser sensible, un entramado donde lo humano y lo divino estaban tejidos. C. G. Jung retomó esta concepción, vinculándola al inconsciente colectivo y a la experiencia arquetípica: “El alma del mundo se refleja en el alma individual y viceversa” (Aion, 1951). La modernidad, marcada por el mecanicismo cartesiano y la visión extractiva del progreso, quebró esta percepción. La naturaleza pasó a ser “recurso” y “objeto” de explotación, lo que supuso una des-sacralización del agua, de la tierra y del aire. Hemos retirado el alma de las cosas, para encerrarla en la mente humana.
En la simbólica junguiana, cuando una parte de la psique es reprimida, retorna en forma de síntoma o irrupción destructiva. Las inundaciones contemporáneas, intensificadas por el cambio climático, pueden ser leídas en este registro: la respuesta de una naturaleza despojada de alma, que devuelve con violencia lo que la humanidad ha negado.
Los políticos y sociedades modernas, incapaces de integrar la complejidad del fenómeno, proyectan sombras y paranoias: conspiraciones, culpas simplistas, soluciones tecnocráticas. Se niega la dimensión simbólica de la catástrofe, y con ello se repite la desconexión que la origina.
Las inundaciones actuales son acontecimientos naturales agravados por la hybris humana, pero también expresan un arquetipo profundo: el retorno del agua como alma colectiva negada. El desafío no es solo técnico, sino espiritual: reconectar con el anima mundi, restaurar el pacto simbólico con la tierra y devolver al agua su condición de fuente de vida, no de amenaza. Sin esta reconciliación, los diluvios seguirán siendo el espejo de una humanidad sin raíz ni alma.
La pregunta que queda abierta es si seremos capaces de reimaginar nuestra relación con el agua. El mito nos recuerda que no siempre fuimos castigados: hubo dioses que nos protegieron, aguas que nos renovaron, pactos que nos sostuvieron. Recuperar esa memoria podría significar el inicio de un nuevo equilibrio, donde el agua deje de ser sólo amenaza y vuelva a ser matriz de vida y la humanidad haga un nuevo pacto con la naturaleza.
La DANA valenciana no aniquiló a toda la población, no fue un diluvio universal, no ha sido lo suficientemente catastrófico para que la humanidad se regenere en un nuevo linaje. ¿Se necesitará algo más catastrófico?