La agonía del sí-mismo: Unamuno, Jung y la sombra invisible que nos somete.

La agonía del sí-mismo: Unamuno, Jung y la sombra invisible que nos somete.

Mikel García. 23 septiembre 2025.

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Descripción de la imagen

Trabajando con inteligencia artificial. Por Mikel García.

 

Autor

 

Mikel García García[i]

[i] Médico y cirujano (Universidad Navarra, 1975). Psicólogo (Universidad San Sebastián, 1982). Psicoanalista junguiano. Formación experiencial y teórica en: Psicoanálisis, Terapia Sistémica Familiar, Psicoanálisis Reihiano (vegetoterapia), Psicología Analítica Junguiana, Psicoterapia Transpersonal. Experiencia de Muerte Cercana a los 33 años. Máster en “Astronomía y astrofísica” VIU (Universidad Valencia, 2014). Doctor Internacional en «Estudios Internacionales en Paz, Conflictos y Desarrollo», Universitat Jaume I (UJI Castellón, 2020). Máster en Fotografía Artística y Narrativa Visual (Universidad Internacional de la Rioja, 2022). Máster en Inteligencia Artificial (BIG SCHOOL, Madrid 2024) y Máster en Inteligencia Artificial (Universidad Isabel I, Madrid 2025). 

Colaborador con ONG médicas de intervención internacional, y en programas de formación a personal sanitario de atención Primaria; SIDA; maltrato infantil; muerte digna y a docentes. Especializado en maltrato infantil, trauma, duelo, tanatología, acompañamiento al muriente, integración de sistemas, estados de trance y místicos. Terapeuta de “Grupos de Duelo Online Ventana a ventana” desde confinamiento COVID-19. Psiconauta, antropólogo investigador del alma en la clínica médica y psicoterapéutica y trabajos de campo antropológicos cualitativos y cuantitativos, con énfasis en la Acción Participativa, docencia y divulgación psicopolítica de los hallazgos. Promotor de acciones participativas para el despertar del desierto interior y para la transformación social. Didacta  de la Sociedad Internacional Para el Desarrollo del Psicoanálisis Junguiano (SIDPaJ). Fotógrafo. Buceador. Alquimista. Hilozoísta. Hijo de Hermes. Creador herido. https://bit.ly/mikelcurriculum  iratxomik@gmail.com

Presentación y contenido

Miguel de Unamuno (1864-1936), se convirtió en una de las conciencias más incómodas de su tiempo. Su obra gira en torno a lo que llamó el sentimiento trágico de la vida, es decir, la experiencia existencial de la tensión entre el ansia de inmortalidad y la certeza de la muerte. Esa contradicción radical atraviesa tanto su biografía personal como su pensamiento, y se traduce en una constante lucha entre razón y fe.

El episodio central de su vida fue la crisis espiritual de 1897. Ante la enfermedad y muerte de su hijo Raimundo, Unamuno cayó en un estado de desesperación total. En medio de esa crisis, tuvo un sueño estremecedor: se le apareció el “Ángel de la Nada”, símbolo de la aniquilación y del vacío. Este encuentro onírico marcó un antes y un después. La figura del ángel representa la irrupción de la sombra, el rostro oscuro del inconsciente que lo confronta con la disolución del yo. Fue una experiencia límite que lo obligó a replantearse radicalmente su vida y su obra. Sin embargo, no resolvió su conflicto; más bien, lo convirtió en el núcleo de su pensamiento.

 

Un gesto de su esposa Concha, que lo consoló con ternura en su momento de mayor desesperación, le reveló que el verdadero sostén no venía de la razón sino del amor. Esa escena, cargada de simbolismo, puede interpretarse como una irrupción del arquetipo del Ánima en sentido junguiano: la dimensión relacional, afectiva y nutricia que lo salvó del abismo.

De esta experiencia nació una de sus obras fundamentales, Del sentimiento trágico de la vida (1913). Allí afirma que la fe no es certeza sino agonía, combate perpetuo contra la duda. Para él, una fe que no duda es una fe muerta. Este planteamiento lo aleja de cualquier dogmatismo y lo sitúa en una perspectiva vitalista: lo importante no es la resolución definitiva, sino el movimiento de lucha y búsqueda.

Esta concepción también atraviesa El Cristo de Velázquez (1920), donde explora la figura de Cristo no tanto desde la ortodoxia religiosa, sino como símbolo estético y vital. Para Unamuno, el arte revela lo sagrado en lo humano, y la belleza es un puente hacia lo divino.

Su pensamiento tuvo también un fuerte impacto político. Unamuno defendió siempre la libertad de conciencia frente a las imposiciones tanto del secularismo racionalista como del catolicismo institucional. Esta postura le valió repetidos enfrentamientos y destituciones como rector. Durante la Guerra Civil, inicialmente apoyó a los sublevados, pero pronto reaccionó contra su violencia y su culto a la muerte. Su intervención del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de Salamanca es emblemática: ante el grito “¡Viva la muerte!”, replicó denunciando esa exaltación de la destrucción como una patología. Ese acto de valentía le costó el arresto domiciliario, en el que murió pocos meses después. Su último gesto público encarna su conflicto vital: la defensa de la vida frente a la idolatría de la muerte.

Desde una perspectiva junguiana, la vida de Unamuno puede leerse como un proceso de individuación marcado por un descenso al inconsciente —una nekyia. El “Ángel de la Nada” es un daimon, una figura arquetípica que lo confronta con el sentido último de su existencia. Su lucha constante contra la duda se convierte en la dinámica vital que lo mueve. Unamuno cargó también con la sombra colectiva de España, atrapada entre el dogmatismo religioso y un secularismo vacío. La consigna fascista “¡Viva la muerte!” condensaba esa sombra cultural: la fascinación por la destrucción. Su respuesta fue afirmarse en la vida, aunque desde la duda y la agonía. En esto coincide con Jung: ambos rechazaron la comodidad de los dogmas y sostuvieron que la plenitud se alcanza enfrentando la tensión irresoluble entre lo consciente y lo inconsciente, entre lo finito y lo infinito.

El autor presenta dos de sus poesías, analiza y amplifica contenidos, y anticipa una idea: la forma de morir revela cómo se ha vivido. Quienes se refugian en dogmas rígidos mueren espiritualmente vacíos; quienes habitan la agonía y la duda alcanzan una “inmortalidad relativa”, participando del despliegue arquetípico de la existencia. El legado de estos últimos es la invitación a vivir en lucha, con dignidad y confianza activa, en el corazón mismo de la contradicción que define la condición humana.

 

 

 

Ensayo

 

 

Sombra y esperanza,

camino sin certeza,

alma que late.

Muerte cercana,

un grito en la penumbra,

espera viva.

 

Quien no duda yace mudo, cadáver obediente; quien duda arde en el fuego de la conciencia, forja su eternidad en el yunque de lo inconsciente, y en ese mismo incendio descubre la vanidad de toda inmortalidad.

 

Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936), ha sido un referente para mí de un hombre honesto que trataba de dar sentido al sentimiento trágico de la existencia en general y de la suya en particular. Para ello tomaba como referente cultural la dicotomía entre fe y razón.

Conocí la historia y obra de Unamuno en mi adolescencia cuando ya estaba saliendo de mi fe católica, pues intuía una espiritualidad real, pero como a Unamuno el ver la praxis reaccionaria del catolicismo me apartó, aunque tuve un período final de permanencia con los movimientos del Catecismo Holandés, y la teología de la liberación de partes de la iglesia progresista en las postrimerías del franquismo.

Después de tantos años de aquel período me parece interesante repasar lo más relevante de Unamuno y hacer una lectura junguiana de su drama y ampliarlo al drama de lo humano.

En 1897, a sus 33 años, Unamuno sufrió una profunda crisis espiritual agudizada por la enfermedad de su hijo pequeño. Un ataque de meningitis dejó inválido y luego mató a su hijo pequeño, Raimundo, y Unamuno se sumió en una depresión, convencido de que Dios lo castigaba a él y a su hijo por haber abandonado su fe católica, lo que había hecho al ver la praxis ultraconservadora del catolicismo. La crisis se desató una noche en la que, tras estudiar a filósofos positivistas, soñó que era arrastrado por un «Ángel de la Nada» hacia un abismo sin fin. Se despertó sobresaltado, llorando, invadido por la imagen de la muerte y el acabamiento total. Al verlo en ese estado, su esposa, Concha, lo abrazó y le gritó: «¡Hijo mío!». Unamuno descubrió «todo lo que Dios había hecho por él en esa mujer», un consuelo que no provenía de la razón, sino del sentimiento y la entrega. Esta experiencia no resolvió su conflicto, pero lo marcó para siempre, impulsándolo a escribir sobre el «sentimiento trágico de la vida»(1913) que es su obra filosófica central, donde analiza explícitamente esta lucha entre la razón y la fe. Como diría San Juan de la Cruz: «De manera que, para conocer a Dios, esta Noche oscura es el medio, con sus sequedades y vacíos…». La angustia existencial en Miguel de Unamuno es un sentimiento profundo que surge directamente del conflicto entre la razón, que nos dice que la muerte es el fin absoluto, y el deseo visceral del corazón, que anhela desesperadamente la inmortalidad. Este choque interno es el núcleo de lo que él llamó el «sentimiento trágico de la vida». Él entendía la fe no como una posesión tranquila y segura, sino como una «agonía» (del griego agon, lucha). La verdadera fe, para él, es la que vive en y de la lucha contra la duda. Unamuno llega a decir: «Una fe que no duda es una fe muerta”. La culpa y el tormento de no poder alcanzar la certeza son, paradójicamente, la señal de que la fe está viva y es sincera.

Unamuno se obsesionó con llevar adelante lo que él veía como el destino de España iniciado por Cervantes y Juan de la Cruz: afirmar la fe en la inmortalidad frente a las afirmaciones de la razón de la Ilustración planteadas por intelectuales de otros países europeos. En el poema «El Cristo de Velázquez» (1920) contempla a Cristo no desde el dogma, sino desde la belleza y el sentimiento, buscando una experiencia de Dios a través del arte. En «San Manuel Bueno, mártir» (1931) presenta un perfecto reflejo de su conflicto. El protagonista, un sacerdote, pierde la fe racionalmente, pero sigue actuando «como si» creyera para dar consuelo a su pueblo, representando la idea de que a veces la conducta (lo vital) está por encima de la creencia intelectual.

Unamuno sufrió por su negativa a comprometerse ni con la intelectualidad secular ni con las fuerzas católicas conservadoras de su época. Fue relevado tres veces del rectorado de la Universidad de Salamanca por sus convicciones políticas. La tercera vez llegó casi al final de su vida, tras una celebración del Día de la Hispanidad en la universidad. Esa noche, un contingente de falangistas saludó un retrato de Francisco Franco, pronunció discursos dramáticos ensalzando el totalitarismo e incitó a la multitud a corear un lema fascista contemporáneo: «¡Viva la muerte!». Cuando Unamuno se levantó para hablar, comenzó con las palabras por las que muchos lo recuerdan: «A veces, callar es mentir». Luego señaló al imponente líder de los falangistas y continuó: «El general Millán-Astray es un tullido. No hace falta que lo digamos en voz baja. Es un tullido de guerra. Cervantes también lo era». El general, indignado, ordenó a punta de pistola que el anciano Unamuno saliera del auditorio y lo puso bajo arresto domiciliario. Diez semanas después, Unamuno, ya con mala salud, falleció.

Mi lectura junguiana.

Entiendo que la crisis de Unamuno representa un encuentro arquetípico con la sombra y una lucha heroica, pero incompleta, hacia la individuación.

La crisis de 1897 es la irrupción violenta de la sombra personal de Unamuno. Su identidad consciente, construida sobre la razón positivista, se derrumba ante el trauma (la muerte del hijo). La culpa («Dios me castiga») es la voz de la sombra, que contiene todo lo que él había reprimido: la fe irracional, el miedo a la muerte y la vulnerabilidad. El «Ángel de la Nada» del sueño es la personificación de un complejo autónomo proveniente del inconsciente: la negación absoluta de significado que su yo racional temía. No es un ángel divino, sino un daimon psíquico que encarna el horror al vacío: la muerte como Nirvana y salida de la rueda del Samsara, en la que la conciencia y el alma no continúa ya de ningún modo. Esto le aterra y lo vive como un castigo a su traición a la fe -que le ofrece un futuro de vida tras la muerte frente a la nada del Nirvana-. El hijo ya había muerto, pero la crisis surge cuando estaba leyendo textos positivistas alejados de la fe. Parece una experiencia mística que le lleva a leer la traición al padre-Dios con la traición al hijo -que no ha cuidado suficiente- y muere como consecuencia de la mala praxis del padre.

La respuesta de su esposa Concha («¡Hijo mío!») es un momento de profunda constelación del Ánima. Ella no lo salva con razones, sino con un acto de Eros (conexión, sentimiento, vida), opuesto al Logos (razón, análisis, muerte) que lo tenía paralizado. Este instante le muestra el camino de integración: la posibilidad que no niega el dolor, sino que lo abraza. Es la «Noche oscura» de San Juan de la Cruz como un descenso necesario, una nekyia, para quizás poder renacer.

Unamuno cargaba con la sombra colectiva de España. La España de su tiempo, atrapada entre un pasado católico dogmático y un futuro secular incierto, proyectaba su propia angustia de muerte e irrelevancia. El grito «¡Viva la muerte!» es la sombra colectiva hecha consigna: la celebración patológica de la negación de la vida. “VIVA LA MUERTE” es equiparable a “Matemos, aniquilemos”. Su obsesión por la inmortalidad era la contracara de la aniquilación genocida de esa muerte apelada y la intuición de vida que continúa por mucho que se la pretenda aniquilar. Su «agonía» era el síntoma de una cultura que no podía integrar racionalidad y espiritualidad.

Esa sombra colectiva lo aniquiló.

Su muerte de este modo me abre preguntas. Su enfrentamiento final con Millán-Astray ¿es la proyección al mundo exterior de su conflicto interno? Que Millan-Astray lo pudiera matar era bastante probable. Unamuno, al denunciarlo, ¿actuó desde su sí-mismo, defendiendo la vida que incluye la muerte, pero no la idolatra? ¿Su trabajo de individuación hasta dónde llegó? ¿Provocó a Millan-Astray en un acto de redención de su culpa? ¿Es posible colaborar con los asesinos siendo consciente de que colaboras con el mal? ¿Puede alguien justificar que, no viendo, no queriendo ver, no se es un colaborador del mal? ¿Qué decisión tomar ante del dilema denunciar al asesino o no hacerlo para que no te aniquile?

El genocidio en Gaza nos coloca ante dilemas iguales. El Millan-Astray actual es el sionista Netanyahu y la sombra colectiva va ganando intensidad no solo en España, que también, sino en todo el planeta.

¡Seamos unamunos!

Morir ya sabemos que va a ocurrir ¡Qué sea con dignidad y sirva para algo!

 

“Si la gente no despierta, Israel será una dictadura teocrática”. Irit Keynan historiadora israelí fundadora de Bandera Negra en la Academia, grupo que busca movilizar a las universidades hebreas contra la guerra en Gaza

 

A continuación, unos poemas de Unamuno. En este enlace pueden leerse junto a bastantes de sus poemas:  https://www.poesi.as/Miguel_de_Unamuno.htm

 

SALMO II

Marcos, IX, 16-24.

Fe soberbia, impía,

la que no duda,

la que encadena a Dios a nuestra idea.

«Dios te habla por mi boca»

dicen, impíos,

y sienten en su pecho:

«¡por boca de Dios te hablo!»

No te ama, oh Verdad, quien nunca duda,

quien piensa poseerte,

porque eres infinita y en nosotros,

Verdad, no cabes.

Eres, Verdad, la muerte;

muere la pobre mente al recibirte.

Eres la Muerte hermosa,

eres la eterna Muerte,

el descanso final, santo reposo;

en ti el pensar se duerme.

Buscando la verdad va el pensamiento,

y él no es si no la busca;

si al fin la encuentra,

se para y duerme.

La vida es duda,

y la fe sin la duda es sólo muerte.

Y es la muerte el sustento de la vida,

y de la fe la duda.

Mientras viva, Señor, la duda dame,

fe pura cuando muera;

la vida dame en vida

y en la muerte la muerte,

dame, Señor, la muerte con la vida.

Tú eres el que eres;

si yo te conociera

dejaría de ser quien soy ahora,

en ti me fundiría,

siendo Dios como Tú, Verdad suprema.

Dame vivir en vida,

dame morir en muerte,

dame en la fe dudar en tanto viva,

dame la pura fe luego que muera.

Lejos de mí el impío pensamiento

de tener tu verdad aquí en la vida,

pues sólo es tuyo

quien confiesa, Señor, no conocerte.

Lejos de mí, Señor, el pensamiento

de enterrarte en la idea,

la impiedad de querer con raciocinios

demostrar tu existencia.

Yo te siento, Señor, no te conozco,

tu Espíritu me envuelve,

si conozco contigo,

si eres la luz de mi conocimiento,

¿cómo he de conocerte, Inconocible?

La luz por la que vemos

es invisible.

Creo, Señor, en Ti, sin conocerte.

Mira que de mi espíritu los hijos,

de un espíritu mudo viven presos,

libértalos, Señor, que caen rodando

en fuego y agua;

libértalos, que creo,

creo, confío en Ti, Señor; ayuda

mi desconfianza.

 

Salmo II es un poema bello que usa varias paradojas y una metáfora brillante: «La luz por la que vemos / es invisible». No podemos ver la luz en sí, sino las cosas que ella ilumina. De la misma manera, no podemos «ver» a Dios, pero Él es la luz que nos permite «ver» (entender) el mundo. Los versos fluyen de uno a otro sin pausa, como cabalgando, reflejando el flujo ininterrumpido del pensamiento angustiado y la súplica y la duda, que es la que hace viva la fe.

Sustituir Dios y Señor por el arquetipo del sí-mismo no cambia el sentido del poema SALMO II de Unamuno, mantiene el sentimiento trágico entre razón y fe, y convoca a ir más allá: los opuestos en polaridad es un símbolo tenso.

El paradigma junguiano tiene confianza en la realidad psíquica de los arquetipos y en que estos predeterminan el modo de ver la realidad, aunque no pueden verse ni definirse. Ambos sistemas (el teológico de Unamuno y el psicológico de Jung) comparten una misma estructura profunda: la tensión entre la conciencia finita y una realidad trascendente/inmanente inaprehensible en su totalidad. El Dios de Unamuno (inconocible, sentido, pero no demostrado, la «luz invisible») y el arquetipo del sí-mismo (una realidad psíquica que se siente y predetermina la percepción pero que no puede verse ni definirse). Ambos conceptos ejercen una función similar: son un «trascendente» (Dios fuera/sobre el hombre; sí-mismo dentro/pero más-allá-del-ego) que atrae y organiza la experiencia humana. La «fe» en Unamuno y la «confianza» en el proceso de individuación en Jung tendrían un nexo común.

 

A LA ESPERANZA

ἁ… πολύπλαγκτος ἐλπίς

SÓFOCLES. Antígona 615 1

                      I

Esperanza inmortal, genio que aguardas

al eterno Mesías, del que sabes

que nunca llegará, tú la que guardas

a tu hija la fe con siete llaves

y que ante la razón no te acobardas

si no haces a los corazones aves

para volar sobre las nubes pardas

de la fosca verdad, ya en mí no cabes.

¡Esperanza inmortal, ave divina!

que es mi alma para ti harto mezquina

y te ahogas en ella, y por tal arte

huérfano me he quedado de tu abrigo,

y ahora lucho sin ti por si consigo

luchando así, a las ciegas, olvidarte.

                                                    Salamanca, 30-XII-1910.

                      II

Pero no, tú, inmortal, por siempre duras

pues vives fuera de nosotros, Santo

Espíritu, de Dios en las honduras,

y has de volver bajo tu eterno manto

a amparar nuestras pobres amarguras,

y a hacer fructificar nuestro quebranto;

sólo tú del mortal las penas curas,

sólo tú das sentido a nuestro llanto.

Yo te espero, sustancia de la vida;

no he de pasar cual sombra desvaída

en el rondón de la macabra danza,

pues para algo nací; con mi flaqueza

cimientos echaré a tu fortaleza

y viviré esperándote, ¡Esperanza!

 

                                                                                                                                                 Salamanca, 6-1-1911.

 

                                                                        Sófocles llama, en la Antígona, a la Esperanza «la esperanza que vaga mucho».

 

Para Unamuno la esperanza no es una virtud teologal serena, sino una fuerza conflictiva, personificada como un «genio» o un «ave divina» que habita en el corazón de la contradicción humana. La Esperanza no es un simple sentimiento, sino una fuerza autónoma, eterna y con una voluntad propia («sabes que nunca llegará»). Es algo que habita al hombre, pero no proviene de él. Esta es la paradoja brutal: la Esperanza sabe que su objeto es inalcanzable, pero sigue esperando. Es la guardiana de la Fe («a tu hija la fe con siete llaves»), pero una fe que debe ser protegida de la razón. La Esperanza no se acobarda ante la razón, pero se niega a convertir los corazones en «aves» para escapar de «la fosca verdad» (la verdad oscura y descarnada). Prefiere enfrentarla. La paradoja final de la poesía es sublime: «con mi flaqueza / cimientos echaré a tu fortaleza». La debilidad humana, la duda, —la lucha— se convierten en los cimientos sobre los que se construye la fortaleza de lo eterno. La vida se define como «viviré esperándote». La espera es ya la victoria.

«A LA ESPERANZA» es la crónica de un naufragio que se convierte en un modo de navegación. Unamuno no resuelve la contradicción: la habita. El poema encapsula el «sentimiento trágico de la vida»: la conciencia de que somos finitos, unida a la rebelión contra esa finitud. La última palabra no es la fe tranquila, ni la duda escéptica, sino la esperanza activa, luchadora y agonística, que encuentra su dignidad no en la posesión de la verdad, sino en la nobleza del combate por alcanzarla. La vida, para Unamuno, es un «vivir esperando», y en ese verbo —esperar— se condensa todo el pathos y la grandeza de la condición humana. La Esperanza es personificada como un «genio», un «ave divina» e «inmortal». No es un simple sentimiento, sino una fuerza autónoma, eterna y con una voluntad propia («sabes que nunca llegará»). Es algo que habita al hombre, pero no proviene de él. En la Parte II, identifica la Esperanza con el «Santo Espíritu, de Dios en las honduras». Es una fuerza trascendente que viene de fuera a dar sentido desde dentro.

Jung reinterpreta las figuras religiosas como expresiones de realidades psíquicas. El Espíritu Santo simboliza la función mediadora y unificadora en la psique, La “función trascendente” la energía que impulsa la transformación y la curación. Es la fuerza que permite que el diálogo entre el consciente y el inconsciente (la «lucha») sea productivo. La Esperanza unamuniana sería, por tanto, la experiencia subjetiva de este «Espíritu» arquetípico actuando.

 

Amplificaciones y aportaciones al debate

La Evolución de la Conciencia: Esperanza -> Fe -> Confianza. La fe es un estado provisional en el despliegue de la conciencia, entre esperanza y confianza. Primero hay esperanza, basada en que se tienen experiencias previas de encontrar salidas, respuestas, … Es un estado inicial, dependiente de lo externo. Un grado de mayor complejidad es el sentimiento de fe que añade a esperanza un grado de certeza, en parte empezando a constelarse por los efectos de la activación de la función trascendente. Un grado de mayor complejidad es el sentimiento de confianza, que resulta de añadir al estado anterior la resiliencia y de des-investirlo de fe. Esperanza-fe-confianza/Ilusión motivadora-cierta certeza en que hay significado, pero se depende aun de lo externo-Resiliencia e incertidumbre. La confianza se construye, y con ella retorna a la incertidumbre que se puede soportar, en un grado más maduro, porque el sujeto sabe que el resultado depende de iniciar su acción lo que, probablemente, moverá el misterio en sintonía – ¿sincronicidades? -. En Unamuno, esta fe «pura» sólo es posible después de la muerte. En teología, es un don: la fe procede de la gracia divina. Tenerla o no depende de Dios. La gracia abre las argumentaciones de la predestinación -Dios elige a quien quiere salvar- y la doble predestinación -Dios elije a quien quiera salvar y a quien quiere condenar-. Conceptos que pueden parecer terribles y contrarios al libre albedrio, pero que están fundamentados en prácticas de religiones monoteístas, especialmente en ramas del protestantismo y del judaísmo. Los arquetipos se infieren mediante las imágenes que la mente humana crea con la información que le llega -dependiendo de la capacidad simbólica del sujeto-. Es cierto que la ciencia también puede constatar su existencia por ejemplo en la psicoterapia y de este modo hay más confianza, más incertidumbre, se abandonan los dogmas, las moralidades heterónomas deontologistas, y se incrementa el proceso de investigación.

Esto encaja perfectamente con la súplica unamuniana: «dame en la fe dudar en tanto viva, / dame la pura fe luego que muera». La «fe que duda» es el estado vital (equiparable a la «Confianza» del texto), mientras que la «fe pura» es el estado post-vital (la «fe» como certeza).

La duda en Unamuno como en Descartes (dudo luego existo), como en Jung […] es consustancial a la conciencia humana. Sin ella no hay desarrollo y despliegue de la psique. Dudar es moverse en la incertidumbre: eso es la vida con confianza y ausencia de certezas. No dudar, -aferrarse a certidumbres-, es estar muerto colgado, hacia abajo, de clavos ardientes que crean una falsa ilusión de seguridad.

La duda unamuniana no es escepticismo, sino el dinamismo mismo de una fe viva. En Jung, el proceso de individuación requiere dudar de la máscara de la persona y confrontar la sombra; es un cuestionamiento constante de las actitudes conscientes. No dudar, -aferrarse a certidumbres-, es estar muerto colgado, hacia abajo, de clavos ardientes que crean una falsa ilusión de seguridad. Los «clavos ardientes» representan los dogmas rígidos que, aunque parecen ofrecer seguridad, en realidad crucifican – para aniquilar- y matan el alma.

¡No muere quien cuando muere ya está muerto! Esa es la paradoja de la inmortalidad de los muertos que sobreviven a la muerte porque no pueden morir al estar ya muertos viviendo como zombis. Aquellos que viven aferrados a certezas absolutas son «zombis» espirituales: han aniquilado su capacidad de dudar, buscar y, por tanto, vivir auténticamente. Han alcanzado una «muerte» en vida. La verdadera inmortalidad, es para quien muere habiendo vivido plenamente la duda (la vida) desplegando la individuación.

Unamuno se debate en terreno teológico, Jung en el psicológico.

Los dos comparten un sentimiento trágico (griego):

-La conciencia de los límites del conocimiento humano.

-La aceptación de la duda y la incertidumbre como el terreno de la vida auténtica.

-La lucha, el conflicto, la tensión de opuestos (la «agonía») como motor del desarrollo.

-El rechazo absoluto del dogmatismo y las certezas cerradas, que se ven como una forma de muerte espiritual.

-La búsqueda de una relación vital y dinámica con una realidad trascendente (Dios/sí-mismo) que se intuyen, pero no se poseen.

 

En el epitafio de Unamuno están los versos finales del SALMO III en la sepultura del poeta en el cementerio de Salamanca.

Padre eterno, en tu pecho,
misterioso hogar,
dormiré allí, pues vengo deshecho
del duro bregar.

 

Si Unamuno y Jung se hubiesen conocido ¿hubiera surgido una reacción química enzimática? ¿cómo hubieran evolucionado sus individuaciones?

¿Si Unamuno hubiera hecho psicoanálisis junguiano?

¿Si Jung hubiera aceptado la praxis política?

¿Se habrán encontrado en la inmortalidad relativa del vacío-nada de la disolución del Samsara? ¿Viven aun en las almas de algunos vivientes que dudan? Su encuentro no será en un cielo teológico, sino en la «psique objetiva» que ambos ayudaron a cartografiar y que se activa cada vez que un individuo permite que la tensión entre conciencia y confianza despliegue su alma.

La tensión entre la conciencia que duda (razón) y la confianza/fe, es tan aguda, en tantos que se lo permiten vivir, que casi podría hipotetizar y proponer que es un arquetipo fundamental de la condición humana ligado al arquetipo de la ciclidad vida/muerte.

Por mi experiencia de EMC y las investigaciones que he hecho en otros procesos, lo esperable al final de la vida, tras la muerte, no es un juicio externo, sino la consumación del camino interior recorrido.

Para el que vivió la agonía la muerte es el paso de la confianza en la vida a la «fe pura» (unidad con el sí-mismo/Trascendente). Es la disolución del sujeto que permite la experiencia directa de la realidad arquetípica. Es el «descanso final» que, sin embargo, es la máxima plenitud. Es la respuesta al anhelo unamuniano, cumplido a través del proceso junguiano. Esta es la «inmortalidad relativa» de la que habla el texto. No es una eternidad estática, sino la perduración de lo esencial de su ser en el gran patrón arquetípico de la existencia. Esperemos que eso incremente la luz de lo arquetipal.

Para el que vivió dogmáticamente. La muerte es la confirmación de la nada, porque nunca realmente existieron como individuos conscientes. Su vida fue una no-vida, y su muerte es una no-muerte, simplemente el fin de una ilusión. Al no haber vivido la agonía de la duda, no hubo un proceso de individuación real. Su psique no se ha diferenciado lo suficiente para tener una identidad sustancial que «sobreviva» de algún modo. Su destino podría ser una disolución impersonal y sin rasgos en el inconsciente colectivo, o, peor incrementando la sombra colectiva, con verdadera extinción de la individualidad.

En definitiva, lo esperable para el individuo tras la muerte es, paradójicamente, lo que ha preparado para sí mismo a través de cómo ha vivido. La muerte no es un castigo ni una recompensa, sino la consecuencia última y más profunda de nuestra vida consciente.

¡Quien no duda ya ha muerto, quien duda arde, y en ese fuego se hace inmortal!

¡El que no duda es un cadáver obediente, quien abraza la duda, se convierte en llama que devora sus propias cadenas y forja su eternidad en el yunque de lo inconsciente!

¡Quien no duda yace en la paz de los inertes, quien duda, arde en el fuego de la conciencia, y ese incendio ilumina la futilidad de toda inmortalidad!

Diógenes sigue buscando en al ágora a alguno que sepa que ha sido elegido por Dios para salvarse. ¿Qué le diría Diógenes si se lo encontrase?

 

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