
La maestra de alas doradas
La maestra de alas doradas
Retomo parte de un cuento que escribí en mi adolescencia en el que Iratxo (un duende) tenía varios amigos animales. Entre ellos una mariposa llamada Pinpilipauxa. En aquel cuento subyacía la metamorfosis en una genealogía trágica. En este hay un proceso real de transformación.
Mikel García. 28 abril 2025.
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Descripción de la imagen
Trabajando con inteligencia artificial. Por Mikel García.
Autor
Mikel García García[i]
[i] Médico y cirujano (Universidad Navarra, 1975). Psicólogo (Universidad San Sebastián, 1982). Psicoanalista junguiano. Formación experiencial y teórica en: Psicoanálisis, Terapia Sistémica Familiar, Psicoanálisis Reihiano (vegetoterapia), Psicología Analítica Junguiana, Psicoterapia Transpersonal. Experiencia de Muerte Cercana a los 33 años. Máster en “Astronomía y astrofísica” VIU (Universidad Valencia, 2014). Doctor Internacional en «Estudios Internacionales en Paz, Conflictos y Desarrollo», Universitat Jaume I (UJI Castellón, 2020). Máster en Fotografía Artística y Narrativa Visual (Universidad Internacional de la Rioja, 2022). Máster en Inteligencia Artificial (BIG SCHOOL, Madrid 2024) y Máster en Inteligencia Artificial (Universidad Isabel I, Madrid 2025).
Colaborador con ONG médicas de intervención internacional, y en programas de formación a personal sanitario de atención Primaria; SIDA; maltrato infantil; muerte digna y a docentes. Especializado en maltrato infantil, trauma, duelo, tanatología, acompañamiento al muriente, integración de sistemas, estados de trance y místicos. Terapeuta de “Grupos de Duelo Online Ventana a ventana” desde confinamiento COVID-19. Psiconauta, antropólogo investigador del alma en la clínica médica y psicoterapéutica y trabajos de campo antropológicos cualitativos y cuantitativos, con énfasis en la Acción Participativa, docencia y divulgación psicopolítica de los hallazgos. Promotor de acciones participativas para el despertar del desierto interior y para la transformación social. Didacta de la Sociedad Internacional Para el Desarrollo del Psicoanálisis Junguiano (SIDPaJ). Fotógrafo. Buceador. Alquimista. Hilozoísta. Hijo de Hermes. Creador herido. https://bit.ly/mikelcurriculum iratxomik@gmail.com
Cuento
La maestra de alas doradas
En un valle rodeado de montañas azules, vivía Iratxo, un niño de cinco años con ojos curiosos y manos siempre manchadas de tierra por buscar el corazón de las piedras . Su mejor amiga no era otro humano, sino Pin, una mariposa monarca cuyas alas brillaban como si guardaran astillas de sol en sus venas. Pin no era una mariposa cualquiera: hablaba en susurros que solo Iratxo entendía, y cada tarde, al caer el sol, se posaba en su hombro para darle una lección.
—Hoy aprenderás el secreto de las orugas —dijo Pin una tarde de otoño, mientras señalaba con sus antenas un capullo colgado de un roble.
—¿Por qué se esconden allí? —preguntó Iratxo, tocando la crisálida sedosa.
—Porque para volar, primero hay que desprenderse de todo lo que creías ser —respondió ella, y sus alas vibraron como campanillas de viento.
Primera lección: La piel que sobra.
Pin llevó a Iratxo a ver a una oruga que mordisqueaba una hoja con ansiedad.
—Ella cree que comerla la hará crecer para siempre —explicó Pin—. Pero pronto aprenderá que no se trata de acumular, sino de soltar.
Al día siguiente, la oruga había comenzado a tejer su capullo.
—¿Está muerta? —preguntó Iratxo, preocupado.
—Muerta para lo que fue, viva para lo que será —dijo Pin—. La muerte no es un final… es un umbral.
Segunda lección: El invierno que canta.
Cuando llegó el frío, las flores del valle se marchitaron. Iratxo lloró al ver los pétalos caídos. Pin, compasiva, lo llevó a un manzano viejo, cuyas ramas peladas guardaban brotes diminutos.
—Las raíces no duermen, Iratxo —susurró—. Solo esperan la canción secreta de la tierra para florecer de nuevo.
—¿Y tú? ¿Morirás cuando llegue la nieve? —preguntó él, abrazando su jersey.
—Mis alas se irán… pero no yo —respondió Pin, posándose en su corazón—. Lo esencial nunca se va.
Tercera lección: El vuelo que regresa.
Una mañana de primavera, Iratxo encontró a Pin inmóvil bajo el roble, sus alas doradas ahora opacas. Corrió hacia ella, gritando, hasta que una voz familiar resonó:
—¡Mi cuerpo era solo un traje prestado, pequeño guerrero! —era Pin, pero ahora su voz venía de todas partes: del viento, del río, del latido de su propio pecho.
—¿Dónde estás? —gritó Iratxo, entre lágrimas.
—Donde siempre: en el capullo que se abre, en la semilla que aguarda bajo la nieve, en tus risas nuevas cada vez que aprendes a perder sin miedo…
Esa noche, Iratxo soñó con un jardín de crisálidas brillantes. En el centro, una mariposa de luz pura, con los ojos de Pin, extendió sus alas como dos llamas suaves.
—El amor es la más bella y dolorosa de las lecciones —susurró Pin, y su voz resonó como un trueno cálido—. Para amar de verdad, debemos abrirnos a la posibilidad de sufrir. Vivir es atreverse a sostener ambas alas: la alegría y el dolor.
Iratxo miró sus manos pequeñas, recordando las lágrimas cuando Pin se fue.
—¿Por qué duele tanto? —preguntó.
—Porque el amor verdadero no teme a las grietas —respondió Pin, acercándose—. Así como el capullo debe romperse para que la mariposa nazca, el corazón debe aprender a latir incluso cuando se quiebra… Ese es el secreto para volar.
Al amanecer, Iratxo salió al valle. En el roble, una nueva mariposa —de alas azules como lágrimas secas— agitó sus antenas hacia él. Y aunque no hablaba, él supo que las lecciones continuaban.
A los dieciséis años, una noche de insomnio, Iratxo vio a Pin en sueños: sus alas doradas se deshacían como ceniza mientras el viento susurraba «Correrás hasta olvidar que las raíces necesitan lluvia«. Al despertar, encontró una pluma azul pegada a su ventana —¿casualidad o advertencia?—. La guardó en un cajón sin poder responderse.
Tras años sumergido en la «escuela de la vida cotidiana», Iratxo —ahora un joven de 24 años— aguijoneado por las exigencias de ocupar su «nicho» (estudios, trabajos precarios, relaciones fugaces, diagnósticos de su consultorio rural) se convirtió en un experto en correr, pero no en volar. Las grietas de sus desamores se endurecieron como cicatrices. Había enterrado las enseñanzas de Pin bajo capas de pragmatismo y el dolor lo convenció de que las mariposas solo existían en sus cuentos infantiles.
Llevaba un año trabajando de médico rural, vivía solo, y, para su trabajo, atemperando su soledad con la lectura de filósofos, psicoanalistas, … Solo estaba acompañado por sus sueños. Una noche, mientras limpiaba su habitación, Iratxo encontró un viejo frasco con alas de mariposa secas. Al abrir el frasco, un aroma a menta salvaje —el mismo que impregnaba el valle donde Pin enseñaba— le quemó las fosas nasales. Al tocar las alas, una voz susurró:
—»Las heridas no son jaulas, son raíces».
Era la voz de Pin, pero ahora sonaba lejana, como si hablara desde el fondo de un pozo. Esa misma noche soñó con un capullo negro atrapado en una telaraña. Dentro, algo forcejeaba por nacer.
Guiado por sueños recurrentes, Iratxo regresó al valle de su infancia. El roble donde Pin solía posarse estaba seco, pero bajo sus raíces descubrió una cueva oculta: el Jardín de las Crisálidas Olvidadas, un lugar donde yacían capullos abandonados por quienes temieron transformarse.
Allí, en la penumbra del jardín interior, una mariposa ciega le habló:
—Para sanar, debes tejer un nuevo capullo con los hilos rotos de tu pasado.
Iratxo, aún con el asombro tierno de quien cree que todo habla, masculló:
—¿Tejer con hilos rotos? Parece terapia de trauma… ¡Aquí está!
La mariposa se quedó quieta, como si sus alas vieran más de lo que sus ojos pudieran imaginar.
—Ahora acepta las pruebas de nuestra sabiduría, con sus cuatro claves de la metamorfosis —susurró.
La sombra del nicho
Un espejo de agua le mostró una figura inesperada -su sombra-, ya no el niño que soñaba mariposas, sino un hombre gris, encorvado bajo el peso de «éxitos» que sonaban huecos.
—¡Corriste tanto! por miedo a no ser suficiente!… ¿Qué huellas dejaste al pasar? —rugió la sombra.
Iratxo se quedó en silencio. Por primera vez, no respondió. No justificó, no huyó. Miró de frente a la sombra, no como enemiga, sino como parte olvidada de sí mismo. Y comprendió que no se trataba de dejar huella en la carrera, sino de caminar con alma.
El banquete de las lágrimas
En una mesa de piedra, Iratxo encontró los frutos amargos de sus desamores. Al comerlos, revivió cada herida, pero esta vez escuchó el mensaje oculto:
—El amor que duele es el que te enseña a soltar, no a poseer —susurró una voz que venía de dentro.
Iratxo tembló, pero entendió que la salada amargura no era enemiga del amor, sino su frontera. Si se atrevía a cruzarla, sin aferrarse, sin exigir, algo dentro de él podía transformarse. Y entonces, como una mariposa que deja atrás su capullo, supo que el verdadero amor no retiene, sino que acompaña el vuelo.
El vuelo de las alas rotas
Una mariposa con un ala fracturada lo condujo a un acantilado.
—Salta sin redes. Las cicatrices son mapas, no cadenas. Cuida tus heridas todos los días como yo hago con mi ala rota. Iratxo, ya no el niño, y aún no del todo hombre, dio el salto con la calma de quien confía en sus raíces, aunque tiemble el abismo.
El coro de las crisálidas
Voces ancestrales emergieron del fondo de la tierra:
—Te dimos miedo porque éramos espejos de tu propio potencial dormido.
Entonces Iratxo comprendió: no era el miedo en sí lo que lo paralizaba, sino el poder que ocultaba. Lo que más temía —su sombra, su grandeza, su sensibilidad— no eran monstruos ajenos, sino partes suyas no reconocidas. Las crisálidas no eran amenazas, sino guardianas de su potencia latente. Aprendió que solo enfrentando lo que lo asusta puede despertar lo que lo hace único. Y que cada miedo abrazado con coraje abre una puerta a su propia luz.
En el centro del jardín, Iratxo encontró un altar con dos velas. Una mostraba a Pin radiante; la otra, a Pin marchita.
—Elegirás ¿amor sin dolor o vida sin amor? —preguntó el viento.
Iratxo sopló ambas velas y declaró:
—Elijo amar, aunque duela, vivir, aunque muera mil veces.
De las cenizas emergió Pin renacida, ahora con alas de obsidiana y oro:
—La individuación no es llegar a ser perfecto, sino completo —le dijo.
Y entonces Iratxo supo que ser completo no era un destino, sino el arte de tejer y destejerse, como aquel capullo negro que una vez temió abrir. Las heridas en su pecho ya no eran grietas, sino ventanas por donde entraba el canto de las mariposas que había liberado en el jardín de las crisálidas olvidadas. Aunque seguía tropezando, ahora sabía que cada caída era un hilo más en el tapiz de su alma.
Una tarde, mientras caminaba por el bosque, encontró una mariposa de ojos velados posada en una piedra. Sus alas, de niebla de olvido, vibraban como un susurro ancestral:
—¿Recuerdas que la intuición no necesita ojos? —dijo la voz de Pin, ahora fundida con la suya.
Iratxo cerró los párpados y, por primera vez, vio el mundo no con la mirada, sino con el latido. Percibió el dolor de la tierra, la alegría de los ríos, y entendió que Pin era su ánima perdida, la guardiana de todos los olvidos.
En su siguiente desamor, Iratxo no huyó. En lugar de esconder las alas rotas, las exhibió como un estandarte. La mujer que lo dejó le dijo:
—Eres demasiado intenso, como un volcán en erupción.
Él sonrió, recordando las velas duales de luz y sombra:
—Los volcanes crean islas nuevas donde antes solo había mar.
Al cumplir treinta y tres años, Iratxo regresó al roble seco del valle. Con sus manos, cavó hasta encontrar las raíces, donde descubrió un nuevo capullo negro brillando como un astro enterrado. En lugar de temerle, lo acunó contra su pecho. Dentro, no había una crisálida, sino un espejo que reflejaba todas sus versiones: el niño que lloraba a Pin, el joven roto, el hombre que ahora abrazaba la paradoja de ser crisálida eterna.
—Florecer no es el fin —murmuró al viento—. Es aprender a marchitarse sin dejar de ser raíz. El viaje infinito del ser, donde cada muerte es un renacer en capas más profundas de autenticidad. La vida no es una carrera hacia la meta, sino un baile con las sombras.
Ser humano —escribió en su cuaderno de médico— es habitar la paradoja: crisálida que se sabe eterna, raíz que florece al pudrirse.
Bajo el velo de la noche, Iratxo fue visitado por un sueño que le trajo a Pin, con manos de bruma, mostrándole un enjambre de mariposas azules gigantes, criaturas de alas translúcidas que brillaban como fragmentos de cielo derramado sobre la oscuridad de la noche. Volaban entrelazando el aire, tejiendo un tapiz danzante, donde cada aleteo era un latido, cada espiral una nota en una sinfonía de luz y silencio de alas. Volaban en grupo. Sus cuerpos no seguían un compás externo: se afinaban unas a otras, sincronizando el aleteo con el eco sutil del viento generado por las demás. El viento, cómplice y guía, tejía una coreografía invisible, y el corazón de Iratxo, hechizado, comenzó a latir al ritmo de aquel código secreto del universo.
—Las hallarás en las entrañas de Sudamérica —susurró Pin, mientras las criaturas se fundían con el horizonte, dejando tras de sí un rastro de chispas de luz como polvo estelar disuelto en el aire.
Iratxo partió, llevando consigo el eco de aquel azul imposible. En Nicaragua, el Atlántico -tan bravo como antiguo-, rugió contra su piel en la playa de Peloponeso, devorándole el aliento en un abrazo líquido que casi le arranca la vida. Las mariposas, mudas, guardaron silencio incluso al contemplar que un delfín -como si recordara un pacto antiguo-, entregó el cuerpo de Iratxo a sus amigos.
Años más tarde, bajo la luna de sangre de Venezuela, la selva le entregó su último secreto. Allí, entre los Yanomami, donde la tierra canta con voces ancestrales, las mariposas azules aguardaban. En una noche de caza con los Yanomami, mientras el monte respiraba en sombras, le visitaron las mariposas. Volaban como en su sueño, tejiendo el aire en círculos vivos, sincronizando su aleteo con el corazón de Iratxo y el latido compartido de sus compañeros de caza.
Entonces, una de ellas, mensajera de un idioma anterior a las palabras, se posó sobre su hombro izquierdo. Una mariposa atrevida, mensajera de un idioma olvidado, se posó en su hombro izquierdo, Y en el dibujo de sus alas, Iratxo pudo leer cual es el precio de la belleza.
Pero esa… es otra historia.